Alcanzó de puntillas una taza del armario, se hizo con una cuchara sopera, como le gustaban a ella, y vació una montaña nevada de azúcar dentro. Después puso todo el yogur en la taza y revolvió con ahínco. Era una costumbre recién adquirida, pero una de esas costumbres que cuando empiezas a repetir sabes que te han pertenecido desde el principio. Se sentó en la butaca con las rodillas desnudas cerca de la cara y apoyó la taza en ellas. Al fondo de la habitación, la televisión estaba encendida, sin que nadie le prestara atención. En el suelo, de madera gastada y envejecida por los años, estaba su gato, mirándola desde sus ojos azules como queriéndole decir algo.
Mientras en el exterior, el aire empezaba a oler a frío. A esas alturas del año los días se iban acortando y en ese preciso momento el sol comenzaba a esconderse, enrojecido de vergüenza. María se levantó, cerró la ventana con aire distraído y volvió a la butaca... y a su taza de yogur.
-Lo haré -dijo de pronto dirigiendo la mirada al felino sin cambiar mínimamente de postura.
-Me oyes bien? Lo haré, tengo que hacerlo. Necesito hacerlo.
.......... (Breve silencio).
.......... (Breve silencio).
- Miau -alcanzó a decir el gato mientras se frotaba contra los bajos del sofá.
Después, se acercó hasta la taza que ahora reposaba en el suelo y comenzó a lamer los restos de yogur.
Después, se acercó hasta la taza que ahora reposaba en el suelo y comenzó a lamer los restos de yogur.
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