Al entrar en la cocina pensé
que el tiempo no había pasado. Casi me sentí un chiquillo de nuevo. Aquel olor
a leña seguía en el ambiente y también la vieja silla con el asiento de mimbre
que siempre cojeaba y que estaba apoyada contra la pared. El mismo lugar donde
él siempre la colocaba justo antes de apagar las luces para ir a dormir. Las
cortinas que mi abuela había cosido aprovechando unas ya viejas sábanas que su
madre le había regalado se movían al ritmo del tibio viento otoñal que se
colaba por la ventana. Aquellas mismas cortinas detrás de las que yo, tras
escabullirme de la siesta, solía esconderme para espiar en silencio a Marta
incordiando a las gallinas. En la pared del fondo, junto a la chimenea, las
huellas del tiempo delataban una ausencia. Una fotografía de Ángel, el hermano
mayor de mi padre que había muerto en la guerra pocos meses antes de que yo
naciera y al que, solían decirme, tanto me parecía.
Al posar mi mano sobre la
gran mesa de madera, basta, rugosa, con todos sus años atrapados en sus vetas,
pude percibir rescoldos de todas las reuniones, cumpleaños, aniversarios y
nacimientos que allí habíamos celebrado como lo que siempre habíamos sido: una
gran familia. Pero sobre todo recordé los que siempre serían mis momentos
preferidos de las vacaciones: las mañanas a solas con mi abuelo. Ésas que
empezaban cuando el sol estaba despuntando y bañaba la habitación de una luz
tan hermosa como nunca la he vuelto a ver. En esos momentos todos mis problemas
se esfumaban: la vuelta al colegio tras el verano, las judías verdes que mi
madre me obligaba a comer, que Raúl me ganara a las canicas en el recreo… Todo
aquello pasaba a un segundo plano porque allí estábamos mi abuelo y yo, el
resto de la casa aún durmiendo, preparando la leña para el fuego y saliendo a
recoger los huevos que las gallinas habían puesto. Hablando sin descanso y
escuchándole absorto contar sus historias.
Un largo rato después
todos los demás se levantarían y la casa entera se llenaría de sonidos y de
olores: el olor de las hierbas que mi abuela pondría a secar y que usaría para
cocinar las siguientes semanas, el olor del pan tostándose y el de las verduras
recién recolectadas que servirían como comida para el resto del día. Y entonces
mi abuelo encendería la radio y sacaría a bailar a mi madre mientras ella intenta
escabullirse roja de la vergüenza detrás de mi padre, quien la rodearía con sus
brazos y le daría un beso en los labios al mismo tiempo que me guiñaría un ojo.
Sonriendo, seguí
recorriendo la habitación con la mirada. Allí continuaba la vieja alacena donde
mi abuela guardaba toda su vajilla de la que tan orgullosa se sentía. Todos
esos platos y fuentes de blanca porcelana con los bordes mojados en oro bien a
salvo tras las ásperas telas de gallinero que cubrían las puertas. Dirigiendo
mis pasos hacia ella sobre la madera crujiente, abrí el pequeño cajón conteniendo
sin querer la respiración. Dentro, algunos manteles y paños bordados seguían en
su sitio habitual y debajo de ellos, una pequeña y ya oxidada lata reposaba al
fondo del cajón. La saqué cuidadosamente y la abrí despacio: recortes de
periódico que todavía recordaba de memoria, algunas canicas, soldaditos y una
amarillenta foto de mi abuelo sosteniéndome sobre sus hombros cuando yo todavía
era un mocoso que no se mantenía en pie. El objeto más precioso de toda la casa
y que a partir de ese momento estaría enterrado junto a mi abuelo, pero más
presente que nunca en mi corazón.
Azure Ray – Displaced
Azure Ray – Displaced
Uff que texto, que bonito... me ha traído recuerdos de mi abuela.
ResponderEliminarPrecioso.
Qué ilusión que te haya despertado recuerdos, guapa! Un besazo.
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